domingo, 3 de septiembre de 2017

Una cita con Madame Guillotine

MARAT

Desde la toma de la Bastilla, la gente se manifestó en contra del despotismo arbitrario. Por fin se le había enviado a los monarcas opresores el mensaje que yo tanto anhelaba. No importan todos los matices que le den. El sólo hecho de que el pueblo en armas se levante, ya es una lanza en el corazón del tirano. Seguiré escribiendo con pasión, para liberar a los corazones entumecidos de las supercherías aristocráticas. La única a la que debemos pleitesía es a Madame Guillotine, que reclama sacrificios. Yo, Jean-Paul Marat, el verdadero Amigo del Pueblo, les demostraré que ¡las revoluciones empiezan por la palabra y concluyen por la espada!

Pero ahora en mi bañera, me atormenta una pesadilla recurrente. Hace tres años, a causa de enemigos de la Patria que me querían muerto, tuve que ocultarme en el peor lugar. ¡Las Catacumbas! Descendí hacia esas horrendas galerías bajo París. Por toda compañía en esos túneles laberínticos: cadáveres y calaveras, huesos y momias... Ese fue mi refugio frecuente por un tiempo. Una noche que un gendarme me reconoció huí para evitar que me atrapara. Bajé, bajé y bajé hasta que perdí la orientación. ¡Me había perdido dentro de esas galerías infernales! Deseé haber muerto en manos del gendarme, antes que morir perdido en ese lugar. Finalmente encontré salida, y eventualmente volví a la vida pública. Pero cuando vi amenazada mi integridad nuevamente un año después, descarté las Catacumbas y escapé a Londres.

Pero esté donde esté, las Catacumbas me persiguen. Allí abajo, a causa del ambiente insalubre, contraje una insistente enfermedad que afecta mi piel. A pesar de que soy médico, no he encontrado la forma de tratarla y se ha agravado con los años. Me causa pústulas, llagas y una constante picazón y ardores que sólo puedo aliviar dándome continuos baños de agua caliente. De esta forma las Catacumbas se quedaron conmigo. De día atormentan mi cuerpo, y de noche atormentan mis sueños.

Tal vez mi movilidad se haya reducido, pero no mi espíritu, que siempre bregará por la República. Puse un tablón atravesado perpendicular a la bañera, que hace las veces de escritorio. A un costado, el tintero sobre una pieza de madera. No paro de escribir porque sé que mis escritos movilizan a las masas. Los excesos de los borbones endeudaron Francia y se tocó fondo. ¡Estamos en 1793, a punto de empezar un nuevo siglo! Se necesita un cambio.

A través de mi periódico, "El Amigo del Pueblo", puedo acusar a los traidores, apresarlos y guillotinarlos, ¡todo con un sólo golpe de pluma! No hay lugar para medias tintas. ¡Todos guillotinados! Madame Guillotine es una dama muy exigente. Su sed sólo se sacia con sangre. ¡Sangre de aristócrata! Y rodarán muchas cabezas antes de que pueda estar satisfecha. Liberté, Égalité, Fraternité. ¡Vive la Révolution!

La Libertad, la Igualdad y la Fraternidad serán la nueva Santísima Trinidad. Y los jacobinos veremos renacer una nueva Francia. Una cabeza a la vez. Los girondinos quieren paz y moderación. ¡No, señor! Sólo con Terror se logra esto. Lo demostramos al guillotinar a cada girondino conspirador.

Sigo escribiendo a pesar de estar postrado. Porque sé que mis escritos cambian el destino de Francia. Por eso le escribo a la Convención Nacional, para que sean despiadados con la saga borbónica que está envenenando Francia. Por el bien del Pueblo hay que guillotinar a los que quedan. Ya que, como la hierba mala, pueden multiplicarse hasta convertirse en plaga.

Me dispongo a escribir, y de pronto escucho la voz de mi esposa Simmone discutiendo con una mujer, que para llegar a ese punto primero tuvo que evadir a la portera y luego al ama de llaves... ¡Qué mujer tan tenaz! Cuando escucho que la joven suplica "¡he viajado durante dos días desde Caen para ver al Ciudadano Marat!", me doy cuenta: he recibido dos cartas de ella solicitando entrevista, la cual desestimé por mi salud.

—¡Simmone! —le ladro a mi esposa— ¡Simmone! ¡Déjenla pasar! ¡Una ciudadana que viajó desde Normandía sólo para verme, merece verme! ¡Por el bien de la República, déjenla pasar!
—Pero, Jean-Paul —retruca Simmone—, no estás en condiciones. ¿Cómo vas a dar una entrevista? Ni siquiera está la sala lista. ¡Ni siquiera tú estás listo!
—La veré sin salir de la bañera. Esta ciudadana me dará información clave para la salud de la República, que está por encima de la mía.
—Pero...

Simmone ve en ese momento mi necesidad de estar con el Pueblo, de abrirle las puertas al Pueblo, y se retira, dejando pasar a su vez a la forastera.

A continuación, aparece una figura entre el vapor que reina en la habitación, a causa del agua caliente. A medida que se va acercando, veo a una joven esbelta y no falta de rasgos atractivos. Lleva un vestido sencillo de líneas blancas alternadas con azul celeste, más bien provinciano, y está tocada con una capelina clara también sencilla. La mirada decidida y serena. Apenas la veo, sé que será un ángel para la República. Repaso el remitente de una de sus cartas: Charlotte Corday.

CORDAY

Desde la toma de la Bastilla, esto ha sido sólo una escalada de terror. La masacre de los girondinos, Francia en un estado de frenesí sanguinario, y yo sin poder hacer nada, a causa de ser mujer. Con una monarquía constitucional limitaríamos los excesos de la realeza. Pero tampoco puede llegar el día que un plebeyo gobierne a la aristocracia ¡Dios me libre! Siendo mujer, estoy en el Club de los Girondinos porque me siento cómoda y respetada. Pero eso no basta. Yo, Charlotte Corday, demostraré que una mujer sí puede hacer la diferencia.

Quien dirige toda esta masacre, tiene nombre y apellido: Jean-Paul Marat. Él ordenó la persecución y ejecución de todos los dirigentes girondinos. No fueron ejecuciones, fue una matanza. Él está usando la revolución para su provecho, y convertirá la República en una tiranía. No dejaré que pase, tomé una decisión...

El chofer arreó los caballos, y la diligencia partió. Me esperaba un largo viaje a París. Una carta de Barbaroux, girondino proscrito, pero con influencias en la Convención, me abriría paso hacia Marat. El viaje fue fantasmagórico. Vi mi Patria hecha pedazos por la barbarie, millones de cadáveres saturaban los cementerios. En París, la "solución" fue arrojarlos a las Catacumbas. Un país sitiado por la locura. Dos días después llegué a la capital. Mi indiferencia para con la Ciudad Luz fue proverbial, para mí era una ciudad de oprobio y decadencia. Es cierto, antes se rendía culto a la opulencia, pero ahora, a la venganza. Todo eso terminaría pronto. Sólo una última salvajada final...

Al mediodía registré mi ingreso en el Hotel Providence. Justamente la Divina Providencia ya tenía allí reservado para mí un nombre: el 11 de julio de 1793, en París, el corazón de la Revolución. Por la tarde mi contacto, el diputado Perret, me reveló malas noticias. Marat ya no iba a la Convención por su problema de salud. Por lo tanto, no estaba donde yo esperaba y tendría que cambiar de planes. Durante el día evité pasar por la Plaza, donde estaba la infame máquina, con la gente reclamando cabezas. En la noche escuchaba los carros de cuerpos de condenados, rumbo a las Catacumbas. Yo seguía pensando en mi nuevo plan...

Ya no sería algo público en la Convención, sino íntimo en su casa. Difícil acceder. Tenía enemigos como una guillotina esperando en cada esquina. Cada artículo de su diario era una lluvia de espadas.

"AL CIUDADANO MARAT", mi pluma se deslizaba por el papel al escribirle una carta al día siguiente, rue des Cordeliers Nº18, París, 12 de julio, año II de la República. Le escribí en la carta que tenía información para desarticular la base en Normandía, que intentaban ganar los girondinos que quedaban. Quería ver si con eso lograba tentar su paranoia conspiratoria. Pero se me negó la entrada. Ciertamente yo no tenía el talento de Marat para escribir, mucho menos para escribir mentiras. Así que al día siguiente volví con una segunda carta en la que afirmaba que se sospechaba que yo estaba pasando información y por eso se me perseguía. Esta vez traté de apelar a su ego pidiéndole ayuda porque corría riesgo mi vida. Siempre poniendo por delante el bienestar de la República, por supuesto. Rocé el melodrama al escribir que "La desgracia en la que me encuentro me da derecho a solicitar vuestra protección"... Y firmé.

El día siguiente lo pasé convenciéndome de hacerlo, de cómo hacerlo. Por momentos, el miedo de ir al Infierno me paralizaba. Pero no creo que el Infierno fuera peor que Francia. Y me concentré en hacer el bien mayor. Ya me mostrará la Divina Providencia el camino. A las siete de la tarde salí del Hotel Providence, cuyo nombre se me reveló como una señal. Al llegar ya estaba oscureciendo. Bajé del coche en el lado opuesto de la calle. Frente a la casa de Marat reparé en una tienda de cuchillos y navajas. Sonreí, porque la Providencia me sonreía. Un cuchillo simple, servirá, lo compré y lo oculté en mi escote mientras cruzaba la calle vacía.

Decidida, le puse a la portera mi mejor cara de circunstancia y rogué hablar con el Amigo del Pueblo. Sin hacer caso a sus evasivas, puse un pie en el primer peldaño de la escalera de entrada, luego el segundo y el tercero, y de pronto me encontraba subiendo la escalera a toda marcha, mientras ella quedaba atrás. Acercándome a la puerta, el ama de llaves también me negó la entrada. Hasta que alguien le ordenó retirarse.

Una mujer de aspecto flemático, me invitó a pasar al vestíbulo, desde donde pretendía, a pesar de su inocultable molestia, repelerme con mayor diplomacia. Yo vibraba por dentro por haber entrado al fin al castillo del dragón.

—Se lo suplico —creo que casi lloré, mencionando mi largo viaje—. Corro peligro, y sólo Monsieur Marat puede ayudarme. ¡Que sea recíproco! —grité para que él me escuchara—. ¡Tengo nombres de traidores!

De pronto escuché la imperativa Voz del Pueblo ladrando un nombre: "¡Simmone!". ¡Era Marat! Caí en la cuenta entonces de que ella era Simmone Evrard, su esposa, quien finalmente a pedido del Amigo del Pueblo, me dejó pasar a regañadientes.

El lugar estaba sitiado por el vapor, una figura en la bañera tomaba forma ni bien yo me iba acercando. Ahí estaba la causa de todos mis problemas y los de Francia, todo en un sólo engendro. Estaba encaramado en la bañera con un tablón como escritorio. Su cabeza tocada con un pañuelo claro, su torso desnudo, lleno de excoriaciones. Era efectivamente un monstruo repugnante. Al verme, tenía la pluma suspendida sobre un papel, goteando tinta como la guillotina goteaba sangre.

MADAME GUILLOTINE


Desde la toma de la Bastilla, e incluso antes y después, esto no es más que la historia de los hombres. Porque a mí no me importan los motivos, ni los jacobinos ni los girondinos. Los monárquicos o los republicanos. Los revolucionarios o los aristócratas. Yo soy la tormenta de pasiones del ser humano. Soy la vena encolerizada que se hincha en tu frente. Soy el puñal, la espada, la bayoneta. Soy la piedra de Caín. Soy la fiesta de la sangre al cazar. En la Edad Media era la hoguera, en las independencias allende los mares era la horca, la pistola. Siempre habrá algo que entretenga y avergüence a los hombres. Soy el morbo y la envidia, el egoísmo y la venganza. Yo soy Madame Guillotine, y velaré por la liberación de lo más visceral del ser humano, por la causa que sea.

—Usted dijo que tiene una lista de nombres para darme. —inquirió Marat

Y Corday dudó. Porque una cosa era planificarlo. Pero todo cambia cuando estás ahí. Estaba en el punto de no retorno Entonces hizo algo para darse fuerzas.

—Anote —dijo, asumiendo casi la imperatividad de Marat— Charles Barbaroux... —Marat anotó.

A continuación, Corday nombró uno a uno a dirigentes, amigos, vecinos, aliados, todos girondinos refugiados en Caen. Personas que confiaban en ella. Los nombró a todos.

Mientras la pluma de Marat rozaba el papel, Corday supo que después de eso tendría que cometer una atrocidad para que él no se saliera con la suya. Se estaba obligando.

—¡Glorioso! ¡En menos de ocho días serán todos guillotinados! —exclamó Marat.

Dicho esto, la ira se apoderó de Corday. Esa sentencia avivó su fuego. Si no lo hacía, iba a seguir muriendo gente. Y los primeros en morir, serían sus amigos. Era necesario que muriera.

Marat apartó la vista del papel y vio al Ángel del Asesinato, puñal en alto, y sintió el metal en su cuerpo. Ella apartó el puñal y la sangre brotó. Paralizada, dejó caer el arma al suelo.

—¡A mí, mi querida amiga! —, dijo en su último suspiro. Pero Madame Guillotine no tiene amigos.

Y Marat murió...

—¡Qué paz! — exclamó Corday, en una arrebato de felicidad momentánea.

Con el ruido Simmone enseguida se hizo presente y lo que vio superó cualquier temor. Su esposo inerte en la bañera, un brazo colgando. Sangre derramada sobre el agua. Corday de pie en un rincón, petrificada.

Pronto los gendarmes se llevaban a la asesina en medio de una turba furiosa que quería lincharla. Yo sé lo que es una multitud angustiada, furiosa, y sobre todo aburrida. La gente recurre siempre a Madame Guillotine para entretenerse. Todos los días, una gran muchedumbre acudía a la Plaza para ver rodar una tras otra las cabezas de los traidores a la Patria. Y para saciar su hastío. Justicia y divertimento. Un espectáculo horrible que no puedes dejar de mirar. Pero esta vez, la gente no sólo podría mirar, sino que era un espectáculo interactivo en que podrían también actuar. Querían desmembrar a Corday, arrancarle las mechas y vaciarle los ojos.

Corday llegó a la cárcel de Abbaye sana y salva. Durante el juicio, alguien le advirtió:

—Madame Corday, sus actos tendrán consecuencias, está consciente de ello, ¿verdad?
—Lo sé. Quiero que mi crimen tenga nombre y apellido. Quiero que se me conozca como la mujer que mató al monstruo. Asesiné a un hombre para salvar a cien mil. Y sé que tengo una cita con Madame Guillotine.

La Francia de la Revolución era rápida. A los cuatro días, ya estaba frente a la máquina infernal.

De pronto, una insistente lluvia veraniega cayó sobre París. La hoja de la guillotina, quedó lavada de la sangre y el agua seguía cayendo como si quisiera limpiar todo, empezar de nuevo como el Diluvio Universal. Por ese agua, nadie sabía si Corday lloraba o no, era un secreto que sólo ella se llevaría a las Catacumbas.

El verdugo sacó el pañuelo del cuello de la condenada, y la gente se puso frenética. Su cuello ahora le pertenecía a la República. Puso su cabeza en el mismo cepo donde la habían puesto los Reyes, consciente de que ya era parte de la Historia. El verdugo soltó el contrapeso de la cuchilla. La gravedad hizo el resto.

Irónicamente, Corday quería acabar con las muertes, a través de una muerte, y logró todo lo contrario. Se asumió que una mujer sola no podría haberlo hecho, y por lo tanto era una conspiración. Marat fue considerado mártir y la situación se radicalizó aún más, abriendo paso a la etapa más cruda del Reinado del Terror.

Corday pasó a la eternidad tragándose esas consecuencias y siendo famosa sólo por matar a Marat. Sin embargo, no podía evitar una sonrisa agridulce al saberse nombrada en los libros de historia.

Pero Marat también tenía una cita con Madame Guillotine. ¡Su alma volvió a las Catacumbas!

Vagando sin rumbo y sin salida, perseguido por miles de víctimas del Terror, ¡todos sin cabeza! El pánico aumentaba cuando encontraba las cabezas sin cuerpo, y éstas roían su ropa y mordían su carne. Cuando al fin pudo dejar a esas criaturas atrás, encontró alguien a quien pedirle ayuda. Entre la oscuridad, la figura retrocedía como asustada. Acercó la antorcha para verla mejor, y llevaba un vestido de líneas blancas alternadas con azul celeste. La sangre le goteaba del cuello.

Daniel Fernández

Cuento participante del Concurso Literario Inacap 2017